1 de abril de 2012

Siempre quisimos más.

Pasamos de regalar besos cohibidos a las miradas de deseo. Miradas que dejaban entrever nuestras ganas de devorarnos y de nuestras pieles rozándose. Ganas que solo nosotros lográbamos entender. Nuestro propio deseo que nadie lograba descifrar. Aunque tímidos, nuestros momentos dulces eran los más bonitos de nuestra historia. Eran los que algo me decía que pasara lo que pasara, yo no iba a ser capaz de llegar a olvidar. Acariciarte y poder sentirte lentamente, tus manos deslizándose lentamente por las mías. Tus labios en mi pelo, y los delicados besos en la cabeza. Los abrazos y tus brazos rodeándome por la cintura, sentirte cerca, tu respiración y tus latidos. Todo eso me daba vida, una vida que desde hacía poco tu completabas. El saber que tu estabas ahí para abrazarme esas tardes de invierno me daba seguridad. Seguridad que sólo se completaba si  tu me sonreías y yo era la razón de ello. Miradas, suspiros, besos, caricias, mordiscos, abrazos, risas... Todo se volvía mejor si eran tuyas. Solo tú eras capaz de avivar algo en mí con esas miradas. Y pensé, al principio, que eso duraría los primeros días, pero me equivoqué. Por suerte o por desgracia, sigo sintiendo las mismas sensaciones. El mismo nerviosismo de mirarle a los ojos. Las mismas palpitaciones al sentirle cerca. Las mismas ganas de comerle poco a poco. Las mismas ganas de quererle.

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